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sábado, 26 de enero de 2008

Mi gato se llama Manolín

Manolín llegó a casa siendo un bebé de apenas unos días, era una ratita pequeñísima con los ojos pintados de negro y una mancha en el morrito que le da un toque distinguido, bueno, en realidad ahora le hace parecer casi bizco.

En cuanto el perro lo vio, lo adoptó como lo habría hecho una madre. Lo chupaba a todas horas dejándolo tan acartonado que parecía un gato de escayola. Pero ellos eran inseparables, dormían juntos, jugaban a todas horas, se hacían mimos...

Tuvo una infancia complicada al vivir lejos de su madre, a la cuál no echó de menos demasiado habida cuenta de la cantidad de madres y padres que tuvo. Aun así, tuvo las complicaciones típicas, biberones que chupaba como si aquella fuese su última comida, luego venían los masajitos en la barriguilla para que hiciera bien la digestión, los lavados con una toalla húmeda, la inestimable ayuda de su nueva mami para que hiciera sus necesidades... vamos, todo lo que conlleva suplir a una madre gata.

Así, Manolín creció feliz, muy feliz, demasiado felíz... y se convirtió en un adolescente terrorista perseguido a todas horas por un perro que debía pensar que "el tamaño no importa", pues pretendía correr con la misma agilidad que lo hacía él. Lo tiraba todo, no me podía distraer ni una décima de segundo preparando la comida por que era capaz de robar cualquier alimento sin que yo, apenas, pudiera percibir su presencia. Tal era su velocidad de acción.

Aquello era un divertidísimo caos, pero claro, mis frases mas repetidas eran todas del tipo

- MANOLÍIIIIIIIN, BÁJATE DE AHÍ
- MANOLIIIIINN, SERÁ CA@#~#~ EL TIO
- VEN AQUÍIIII, MANOLIIIIIN
- TE VOY A MATAAAAAAAAAAAAR,

Y un sinfín de improperios mas, pero él siempre ha sido inmutable, no le afectan lo mas mínimo las críticas.

Le encantaba que lo cogiera en brazos mientras Luis me abrazaba a mi, a su vez, si, le encantaba quedarse hecho un sandwich mientras recibía besos por los dos lados.

En aquella época solíamos bajar al ruidosísimo bar que teníamos justo enfrente de casa, tan cerca que, casi, podíamos pedir las cervecillas desde la ventana del salón.

Blas, el del bar, se reía mucho con nosotros, como no hacía mucho que nos habíamos mudado, estaba pendiente de nuestros movimientos.

Blas siempre bromeaba con nosotros y, aunque no entendíamos muy bien a qué venía semejante jolgorio y jocosidad, nos dejábamos querer.

A mi nunca me llamó por mi nombre, sin embargo a Luis... a él simpre lo llamaba Manolo, y nos hacía mucha gracia... hasta que, finalmente, un día comprendí...

Por eso, ahora que Luis no está, me mira Blas con recelo. Claro, esa mosquita muerta del primero maltrataba a su marido.